Allí donde Cruces guarda los mayores tesoros de su historia como municipio, hay un rinconcito dedicado a la figura de Martín Dihigo. Es una sala pequeña, al compararla con el reto del inmueble y su patrimonio museístico, pero su trascendencia radica en asumirlo como parte indiscutible del devenir de la Tierra de los Molinos.
No es frecuente que el béisbol —o el deporte en su generalidad— se inserte como elemento constitutivo de la identidad colectiva en dichos espacios, pues la común y errada práctica ha sido categorizarlos por lo independiente: deporte y cultura, como si el primero no formara parte indisoluble de lo segundo o lo segundo no tuviera en lo primero una de sus más genuinas y representativas expresiones. Por ello se agradece este excepcional gesto, perpetuado en el esmero de trabajadores y especialistas para su conservación. Nadie tan digno como Dihigo para el homenaje, el hombre más completo sobre los diamantes beisboleros cubanos, quien no solo jugaba todas las posiciones de la pelota, sino se hacía imprescindible en ellas.
No por gusto le apodaron El Maestro, el Don o el Inmortal, calificativos de reverencia en su patria y en varias naciones de Latinoamérica. En cinco países inscribieron su nombre en un Salón de la Fama: Cuba, México, República Dominicana, Venezuela y los Estados Unidos. Y cuando hablamos de récords sobre la grama, todavía los suyos asustan y un ejemplo podría ser su condición de Champion bate y Champion pitcher en la temporada de 1935-1936, cuando, además, dirigía a los Leopardos de Santa Clara. Por si no bastara, repitió la hazaña en más de una ocasión.
El sentido de pertenencia para con su figura ha sido una constante polémica con los matanceros, a quien les atañe por nacimiento, allá por 1906. Sin embargo, fuerzas tan sobrenaturales como el amor de una mujer —África Reina— lo anclaron a la mitad de camino entre las dos ciudades más importantes de la región central, cuyos nombres también defendió en su chamarra de pelotero. Cuentan que la vio en una esquina del parque, un día de esos “atravesados” tras la derrota y un cruce de palabras bastó para enderezar el ánimo y el romance. Aquí formó una familia y entonces fue nuestro por presencia, incluso después de muerto, en 1971.
El problema es que pocas huellas, sin importar cuan profundas sean, sobreviven al tiempo y este ha pasado sobre la imagen de Dihigo. Ya serán 110 los años de su natalicio y otros 45 de su desaparición física, distancias que lo convierten en desconocido para las nuevas generaciones. Es un proceso lógico, tal vez, mas no necesariamente perdonable.
Lo comentaba su hijo, Martín Dihigo Reina, en el banco del parque donde su padre solía sentarse en sus últimos días, ya bien acompañado de amigos, ya bien con otro fiel inseparable como su libro de las guerras de independencia de Cuba, de José Miró Argenter. “Todavía mucha gente habla de él, me decía. Sin embargo, el cambio es considerable”.
La televisión le llegó tarde, muy pocas fotos suyas sobreviven más allá de la colección familiar y sus lauros se pintan tan en sepia como estas. Porque nos falta la intención, una escultura, un monumento a su talento, un ritual de orgullo, una ruta de peregrinación, un símbolo de gratitud en mayúsculas.
Y no deja de ser triste que la inmensidad de su legado se reduzca a una sala de un museo municipal, al nombre de un estadio de igual categoría y a una tumba, quizás, no en las mejores condiciones. El esfuerzo de los crucenses cuenta —y mucho— cuando, con toda justeza sea dicho, más le debe Cienfuegos, le debe Matanzas, le debe Cuba, aún, a Martín Dihigo.
Sólo la inconformidad parece bastar, máxime cuando otro grande entre los grandes se nos debate hoy entre la inmortalidad y el olvido.
Tomado de El Elefante verde